‘Los caminos de la isla’ de Antonio Colinas, antología de poemas de Ibiza a cargo de Alfredo Rodríguez
Se publica estos días en la editorial valenciana Olé Libros una antología de uno de nuestros más internacionales y prestigiosos poetas: Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946), con el título Los caminos de la isla, antología que recoge y reúne todos sus poemas de temática ibicenca desde 1979 hasta 2020. La edición está a cargo del abajo firmante, Alfredo Rodríguez (Pamplona, 1969).
Y es que cabe una lectura iluminante de la obra poética de Antonio Colinas ‒que vivió en Ibiza durante veintiún años ininterrumpidamente, y posteriormente ha seguido volviendo allí todos los veranos desde entonces y hasta el presente‒ si conocemos algunas claves, si sabemos que cuando sus versos, de los que tantas veces hemos gozado, nos hablan del estanque, del muro blanco, del barranco, de la gruta, del torrente, del bosque o de la fuente, es porque el poeta se encuentra físicamente en la isla de Ibiza, esto es, nos escribe desde allí y sobre lo que allí contempla en ese momento ‒aunque no se nos diga expresamente en el poema‒, o bien escribe un tiempo después, recordándola o añorándola, cuando ya no vive en ella de continuo por haberla tenido que abandonar. En estos últimos casos el poeta recuerda la Isla desde el presente peninsular. Es un recuerdo que permanece vivo en el poeta y se abre paso en los días fríos de la ciudad mesetaria en la que ahora habita, y de la que con frecuencia desea escapar para volver a la isla en cuanto le es posible.
Así pues, es el muro blanco de su casa de Can Furnet, en Jesús ‒una pequeña localidad muy próxima a la capital de Ibiza o Eivissa‒; es el bosque de pinos que se encuentra en las proximidades de esa casa (uno mismo ha podido verlo); es el barranco verde y hondo que está al final del jardín de la casa (pequeño terraplén donde iba amontonando las malas hierbas y hojas secas que se pudren dando paso al humus que emerge de la tierra, “creando vida”, dice en sus versos); es, o puede ser, el estanque de Atzaró, el antiguo safereig en que las mujeres lavaban a mano la ropa y en él quedan reflejadas las estrellas en las noches azules de Ibiza; o son las fuentes ‒“en lo más alto y más secreto / del monte abandonado, / está la fuente”, nos dice‒ y grutas perdidas que el poeta busca en sus paseos por los senderos de los pequeños montes de la isla que recorre infatigable.
De ese modo Colinas va modulando a su alrededor, en numerosos poemas dispersos por su obra, y que en este libro, Los caminos de la isla, quedan recogidos, todo un mundo lírico propio geográficamente muy concreto y en unas coordenadas muy precisas: la isla de Ibiza. Este fino hilo de oro de unión de los poemas ibicencos de Antonio Colinas va hilvanando sus libros, atravesando diferentes épocas de su vida y portando en su sangre los ritmos y la sabiduría de la mejor poesía mediterránea. Una poesía a veces desnuda, de una aparente simplicidad, que en realidad es fruto de un proceso de refinamiento y decantación en el tiempo. Es como si esos poemas semejaran la estructura de un enorme puzle fragmentario, y solo al unir aquí todas esas piezas dispersas encontrásemos una unidad de significación y de sentido que solo les proporciona la atmósfera de la isla. Una atmósfera necesaria para que vean la luz. Porque siempre ha estado ahí latente, desde los versos de Astrolabio, libro publicado en 1979, hasta En los prados sembrados de ojos, su último libro de poemas hasta la fecha, publicado en 2020. Así que podemos decir que no se trata de lugares simbólicos o vagas ensoñaciones, sino de localizaciones reales, con presencia física del poeta en ellos alguna vez. Aquí la poesía de Colinas no deshace la realidad para convertirla en otra cosa ‒en esa “segunda realidad” de la que suele hablar el poeta‒ sino que se acoge plenamente a ella, a esa realidad maravillosa y paradisiaca de la Isla. Porque, en efecto, el poeta ha encontrado allí su paraíso en la Tierra: “pequeño paraíso / de amistad verdadera y de belleza”, lo llama en sus versos. Y con un paraíso uno aspira a hacer dos cosas: amarlo o perderlo. Allí Colinas vive una vida entregada a la poesía, pues es consciente de que solo ella aporta el único seguro moral posible, un cenit de altísima belleza, en un mundo condenado a la banalidad y a la uniformidad. Y cuando habla del “tiempo negro de los dogmas” se está refiriendo, sin duda, a nuestro mundo urbano y gris, en el que la cabeza del hombre está “abrumada de inútiles lecciones”. En Ibiza, sin embargo, Colinas dice adiós a las insidias de la vida.
El regreso perpetuo a esa Isla, a ese origen, a ese espacio de felicidad hallado, que se va dando a lo largo de la vida del poeta, lleva consigo siempre un volver a la escritura de poesía una y otra vez, a esa conmoción, a ese estado de sabia confusión que solo ella hace posible y convoca. Allí Colinas sabe que tiene que escribir poesía, que se siente poeta. Y siente eso como una necesidad absoluta, ineludible. Es el eterno retorno a la emoción que solo ella despierta. Porque la escritura de poesía en la Isla comprende una forma de despertar, una forma de resurrección. Las ansias de vivir y la sed de libertad del poeta se ven profundamente acrecentadas en ese espacio sagrado. Ahí puede vislumbrar salvación en la poesía y una libertad individual que ya casi nadie entiende en un mundo embrutecido.
Alfredo Rodríguez