«Poemas ciegos» en palabras de José María Ariño.
No es fácil cerrar los ojos a la realidad y transitar por caminos oscuros, por esa no-ciudad que nos hechiza o nos desespera. No es fácil bucear por los resquicios de lo cotidiano y sumergirse en un mar de nostalgia. Eso es lo que intenta y consigue María J. Mena en su primer poemario, Poemas ciegos. Porque para la poeta madrileña la vida es un tránsito por las calles eludiendo el silencio que nos acecha y esquivando a la muerte: “Y descansar del frío del silencio / desafiando el beso de la muerte”.
Es, precisamente en la primera parte –CALLES– donde la autora evoca esa andadura vital trufada de momentos felices –“aquel / en el que te vi por primera vez”– y acariciando torpemente la cara oscura del fracaso: “Escribo entre los huecos de la vida, /esa que llevamos todos /medio loca de atar en la mochila, / sin tiempo para nada, /para nadie, / solo para continuar acaso respirando”. Es el poso agridulce de la fugacidad, del tiempo acelerado, de las horas que quedaron anegadas en el lecho del recuerdo: “A veces me vence aunque no quiera, la tristeza de las horas”. Es un deambular errante por las calles de esa ciudad anónima e ingrata lo que nos inclina a reconocer los errores y cauterizar el fracaso.
Todo amor conlleva episodios de desamor, cualquier momento de felicidad queda abocado a lo efímero y nos sumerge en el tren de los adioses sin opción de retorno. Es lo que manifiesta Mena en la segunda parte –ABANDONOS– cuando la vida nos deja en la otra orilla y buscamos una nueva oportunidad: “Decirte de nuevo adiós / del mismo modo que mis olas / regresan cada tarde hacia tu orilla”. Culmina esta segunda serie con el poema Versos ciegos, que se podría considerar como el gozne sobre el que giran las demás composiciones: “Te di mi luz, / mi risa y mi ternura, / el hogar y el sol / el hambre y la locura. (…) Te di mi juventud enamorada. / Y tú me devolviste / solo hielo”. Decepción, deseo insatisfecho y una herida interior difícil de cicatrizar.
Cual si de un regreso a Ítaca se tratara, en TRÁNSITOS se adivina la búsqueda de otra vida, una especie de exilio interior, un desahogo vital a través de la escritura y una idílica vuelta a los paisajes cada vez más difuminados de la niñez. Es el camino de una búsqueda incierta, el viaje a otra patria, el afán de existir en otra vida, después de un viaje errante: “…una búsqueda vagabunda de lo insólito, / un encuentro furtivo entre lo bello”. Porque en ocasiones hay que luchar por sobrevivir y capear las embestidas del destino: “A veces la vida te degüella, / aprieta y sí te ahoga, / te deja sin respiración, enajenada, / como una ola que engulle y que marea”. Es la necesidad de respirar, el aliento del vivir lo que nos empuja hacia ese exilio ineludible. Es la escritura, la creación literaria, ese cauce sereno por el que desfilan los entresijos de la vida, sorteando grietas y ocasos infinitos: “Escribo porque siento esa necesidad, / aunque al hacerlo me arrepienta / una y mil veces de lo escrito…”
María J. Mena demuestra también su dominio de los metros clásicos con un excelente soneto dedicado a su abuela Juana, como homenaje a la ya casi olvidada narración oral. Es un claroscuro buceo hacia el pasado –“Déjame que te cuente hoy las historias / de aquellas mujeres que, aunque calladas, / tejían rencores en almas airadas, / mordían prudencia de hueras memorias.” O esas remembranzas a las “canciones perdidas de la infancia” en tiempos difíciles de “rabia derramada”. No podía faltar como cierre de esta tercera parte un homenaje, con el poema Madrid ardiendo, a las víctimas de los atentados del 11 de marzo de 2004: “Ciudad que da palabra a tanta boca, / ahoga entre su multitud tu voz callada”.
Solo emprendiendo un vuelo sin retorno podrá huir la autora de la ceguera de las calles, de las losas oscuras del pasado, de las heridas del desamor, del grito desgarrado de los ausentes y del clamor silencioso de lo cotidiano. Por eso, como broche de este ramillete de poemas, nos regala el poema EL VUELO, en el que, utilizando la segunda persona confidente y coloquial, se desdobla en otro yo y confiesa esperanzada: “Y entonces, levanté al fin mi vuelo”. Un vuelo que la aleja de las miserias de esta vida y que, mediante dos interrogaciones retóricas, la mantiene en la otra orilla, cual atalaya privilegiada: “¿Quién quería bajar de esta belleza / y volver a ver la nada desde el mundo? / ¿Quién después de haberlo visto todo, / quería sentir el sedimento muerto?” La herida de la vida ha cicatrizado y la autora se declara habitante de otros mundos en los que la ceguera se convierta en luz cegadora y las heridas dejen paso a las caricias de lo sublime.
José María Ariño Colás es escritor y crítico literario. Ha ejercido como profesor de Secundaria en varios centros educativos y actualmente colabora en la revista cultural TURIA, en el periódico Aragón Digital y en la revista literaria Aprender a pensar.
Es Doctor en Filosofía y Letras. En 2005 publicó la Tesis Doctoral Recuerdos y Bellezas de España. Ideología y Estética. Está preparando una antología poética y elabora habitualmente reseñas sobre ensayos, novelas o poemarios.