Entrevista a Antonio Ortuño
Entrevista a Antonio Ortuño.
Antonio Ortuño nació en Zapopan, Jalisco (México), en 1976. Ha publicado tres libros de relatos, El jardín japonés (2007), La señora Rojo (2010) y la antología personal Agua corriente (2015). También las novelas El buscador de cabezas (2006), Recursos humanos (2007), Ánima (2011), La fila india (2013), Blackboy (2014, con el seudónimo «A. del Val»), Méjico (2015) y El rastro (2016).
Fue ganador del Premio de la Fundación Cuatrogatos, de Miami, al mejor libro juvenil por El rastro (2017) y finalista del premio Herralde de novela (Barcelona, 2007) por Recursos humanos. Ha sido traducido a diez idiomas. Nos concede una entrevista acerca de la colección de relatos ‘La vaga ambición’ (Páginas de espuma) con la que ha obtenido este año el V Premio Narrativa Breve Rivera del Duero,
P.: En el primer relato de ‘La vaga ambición’, Guadalupe le pregunta a Arturo: ‘¿Por eso escribes? ¿Por mentiroso?’… Mi pregunta es si los buenos mentirosos pueden ser buenos escritores. Háblenos de la relación entre la mentira y la ficción.
R.: Es una idea con la que se juega en varios momentos del libro. La ficción se trata de mentir deliberada y articuladamente y me parece que a un narrador le conviene recordarlo. Ni siquiera al afanarse en reflejar la realidad del modo más fiel que encuentre, por ejemplo, el narrador de ficción escapa a la necesidad del recurso de la mentira. Solamente que lo hace con fines estéticos, intelectuales, emotivos incluso, y su mentira no representa, como pasa en la realidad, una traición y un fraude. Pero sí, creo que cada narrador de ficción es un Barón de Münchhausen.
P.: En su relato ‘El caballero de los espejos’ me ha resultado curiosa una frase del protagonista. Al sacar la máquina de escribir del armario. La frase de que ‘de la emulación nace la narrativa’. ¿Cuánto hay de emulación en el escritor que empieza?, ¿cuánto en el que ve que tras un éxito de ventas no quiere salir de su zona de confort y se autoemula?
R.: Son dos extremos del oficio, claro. Se comienza a escribir, por lo general, bajo el influjo de un autor preferido, de una prosa en la que uno cifra el arte literario. Los años, las lecturas y la persistencia pueden hacer que uno consiga romper con esa muleta o andadera de principiante. Pero, claro, el riesgo es que uno pase de imitar a alguien más a autoimitarse. Creo que el narrador debe intentar una suerte de reinvención con cada texto. No dar por hecho que los rasgos característicos que ha adquirido son fatales. Escribir tendría que ser, en cada caso, reaprender a escribir. Y con tantas coordenadas diferentes en la cabeza que se puedan eludir esas emulaciones lineales y medio inconscientes.
P.: En ese mismo relato, vemos que el primer libro que Arturo Murray escribió en su vida fue el Quijote. ¿Qué representa para usted esta obra que a tantos escolares nos han tenido que obligar a leer?
R.: En mi familia, entre mis abuelos y mi madre, que han muerto ya, hubo un aprecio particular por el Quijote. Iba más allá de la lectura: mi abuelo tenía tallas y grabados alusivos en su despacho. Había no menos de seis ediciones en la familia. Tuvimos, mis hermanos y yo, un Quijote infantil ilustrado y un juego de mesa con las rutas de la Mancha y el Mediterráneo.
El Quijote era la Biblia en casa. Claro que ese es un riesgo para un niño: aficionarse, por herencia, a algo que no es de fácil comprensión para un mocoso. Comencé a leerlo, como cualquier escolar, con pánico y lo abandoné. Pero seguí pensando que el Quijote era una suerte de Everest que había que conquistar y lo conseguí luego de varios intentos, ya en la adolescencia, con la ayuda inestimable de los ensayos de Borges. Quizá por eso mi relación con el Quijote, ahora, es un poco la de un Pierre Menard.
P.: Para terminar, háblenos de la ironía tan presente en estos cuentos. Sirva de ejemplo la causa real de la muerte de K. Mandelstamm. Lo de que el cadáver del gran líder Vladimir ‘estaba aún caliente’. O el símil de los poetas de San Uberto.
R.: El narrador de los cuentos tiene esa forma de ver al mundo, a través de unos ojos entrenados para percibir las incongruencias y formas absurdas que lo rodean y también, con bastante ecuanimidad, las suyas propias. Me parece que toda ironía tiene que partir desde la autoironía. Si uno es severo con los otros y, a la vez, se exalta a sí mismo al Olimpo, está haciendo mala literatura. Del mismo modo que un verdadero misántropo se odia al menos un poco, el ironista debe reírse de sí mismo antes de voltear a los demás.
Palabras relacionadas: Antonio Ortuño, La vaga ambición, Páginas de espuma, Premio Narrativa Breve Rivera del Duero.
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